Hay personas de las que resulta imposible olvidarse. Son como la
tinta de un tatuaje, cosida bajo tu piel, imborrable. Ni siquiera frotando con
alcohol. Son para siempre, eternos. Nos acompañarán hasta el día en que nos
muramos, e incluso después.
Y el color y el significado de esos trazos de tinta, también
viajarán con nosotros, impresos en nuestra piel. El sentimiento que nos llevó a
hacernos el tatuaje, el dolor que produjo la aguja al marcar nuestro cuerpo, la
emoción de ver el dibujo acabado, la satisfacción de verlo cada día en el
espejo, todo eso se queda con nosotros. Siempre. Siempre…
Tal vez sea que no hablo de tatuajes. Tal vez sea que hablo de
alguien. Tal vez hable de un Él que
ha cambiado mi existencia, mi manera de contemplar la vida y de enfrentarme a
ella. Porque con él a mi lado, marcándome el camino a seguir, todo era
tremendamente sencillo. La fuerza y las ganas de seguir se enredaban entre
nosotros… Y ahora que no es a mí a quien guía, ahora me he perdido. Ahora he
llegado a una encrucijada en la que el camino correcto no está para nada claro.
Él. Él se aleja por otro sendero, un sendero vallado con una puerta
que se cierra cuando la atraviesa, que me impide seguir con él y que sólo me
deja colar los brazos entre los barrotes para intentar alcanzar con
desesperación la tela negra de su camisa. Sin éxito, por supuesto.
La verja se pone al rojo, y me veo obligada a apartarme. A lo lejos,
entre los hierros, le veo entrelazar la mano con la de ella. Miran hacia atrás,
sonríen y siguen caminando, él iluminando el camino y ella siguiéndolo. Y yo,
cual estúpida, pierdo toda gana de seguir, y el tembleque de mis rodillas las
hace fallar y me hace caer.
Fundido a negro. Con el eco de mi respiración… y su voz a lo lejos.