Ayer, divagando sobre la felicidad, me dio por echar la vista un par
de años atrás. Por un momento, creí encontrar un instante en el que puedo poner
la mano en el fuego y no quemarme al decir que gocé de la felicidad en su
totalidad. Sentí que el mundo, por unos minutos, estaba en calma. Esa conocida
sensación de que el tiempo se detiene y no existe nada que escape de tu espacio
vital.
E igual que sonreí y suspiré emocionada, tomé una larga bocanada de
aire al experimentar un terrible ahogo cuando me di cuenta de que,
posiblemente, uno de los recuerdos más felices que guardo forma parte del motivo por el que más he sufrido
hasta la fecha por una persona. Tal vez lo que más hiere mi orgullo sea ese “por
una persona”.
Y tal vez, y creo que me jugaría el cuello a que sí, ese “por una
persona” fue lo que apretó el gatillo y desencadenó en cambio más brutal que he
experimentado a nivel emocional. Aunque quizá fuera un cambio propio de la
adolescencia y toda esa historia de forjar nuestra mentalidad adulta, madura y
responsable.
Pasé de ser la persona más cariñosa y mimosa que te puedas echar a la
cara, a una muchacha para llegar hasta la cual has de derribar el muro de hielo
más grueso y alto que pueda nadie imaginar.
“No
seré jamás una esposa más o una buena hija.”
La causa no es otra que el hecho de que me llenaste. Me llenaste de vacío. De vacío repleto de huecos rebosantes de nada.
Amueblaste las cavidades con huecos y no dejaste espacio para nada que no fuera
eco y pavor. Quisiste protegerme y lo hiciste encerrando una parte de mí en un
cofre, envuelto en cadenas y con candados. Candados cuya llave arrojaste quién
sabe dónde.
Me quitaste una parte esencial de mí. Algo con lo que, seguramente,
no estaría en este punto del camino. Algo con lo que posiblemente jamás hubiera
cuestionado el camino hacia la felicidad a través de las emociones y vivencias
que pueda proporcionarte alguien que no sea yo misma. Y no sé si eso es
sublime, malo, bueno o peor.
Hubiera jurado que logré encontrar algunas de esas llaves, como
también juraría que otras tantas te las llevaste tú y te las quedaste. Algo en
mi interior me empuja a pensar que lo hiciste por crueldad, porque querías que,
de algún modo u otro, no me quedara más remedio que volver a ti para poder
estar completa de nuevo.
Pero, dime, ¿qué ganaste con ello? Lo cierto es que no sé quién de
los dos perdió más con esto. Yo perdí una pieza del puzle que soy y tú te
ganaste que yo me vaya a pasar gran parte de mi vida maldiciéndote. Me volviste
una grandísima cabrona. Me convertiste en una persona con escasos
remordimientos y una empatía prácticamente inexistente. Creaste algo capaz de
hacerte daño a unos niveles que solo tú y yo conocemos, y lo creaste
predispuesto a lanzar todo su potencial contra ti. Dudo que te plantearas
siquiera las posibles consecuencias de todos y cada uno de tus actos.
Sin embargo, a pesar de los ríos de tinta y rabia que te escupiría
en la cara, sé –sabemos- que ganaste la batalla. Y, efectivamente, creo que
estoy aquí, escribiendo párrafo tras párrafo con una conexión y coherencia
dudosas, por ti. Por tu culpa. Por el silencio del eco de tus pasos. Por la
brevedad del golpe y el eterno gotear de la sangre en el suelo.
Reniego de aceptar la derrota por haber perdido la batalla.
Simplemente trato de encontrarle algún tipo de sentido a toda esta maraña de
pensamientos. Quisiera saber por qué a veces te echo de menos y un segundo
después fantaseo contigo sufriendo físicamente todo el dolor que me infligiste
emocionalmente. Imagino el sonido de tus huesos quebrándose, la forma en que
tus costillas rotas atravesarían tus órganos vitales, ese dolor insufrible de
una muerte lenta y agónica. Y ojalá sobrevivieras solo para poder decirte “¿Y
ahora qué?” y que te encontraras tan solo y perdido como yo lo estuve y aún a
veces sigo estándolo.
Maldigo el momento en que
condicioné mi felicidad al azaroso comportamiento de otro ser humano. Maldigo
el momento en que me pregunté si había hecho lo correcto con todo aquello y no
lo negué con rotundidad.
Al fin y al cabo, todos buscamos y necesitamos el calor de otros
para sentirnos completos o, al menos, algo más enteros. Y ese calor, no es algo
físico.