El dolor, al igual que tantas otras cosas, es cruel, y traicionero.
Nunca sabes cuándo ni por qué va a aparecer, pero lo hace. Y suele ser de un
golpe seco y a mano abierta en toda la boca.
Nunca le ves venir. Sencillamente, ¡zas! Ahí lo tienes.
Y esta vez, no es que me haya dado con la mano abierta, no. Es que me
ha pegado un sillazo en la cara. Y lo irónico de todo esto es que estaba viendo
la silla aproximarse a mi jeta, y no me he apartado. He dejado que me golpeara.
Soy imbécil, lo sé. No hace falta que nadie diga nada. Debería de
haber esquivado el golpe, y en lugar de eso, le he permitido que me haga daño.
Pero, ¿sabéis qué? Que de los errores se aprende. Que una y no más. Que
no me la vuelven a jugar así, señoras y señores. Se acabó.
El
que pretenda hacerme daño, que se arme de valor. Y de paciencia, mucha
paciencia, porque le va a costar rozarme con la yema de los dedos siquiera.
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