Me hizo sentir como una auténtica yonqui, con la misma dependencia que los drogadictos necesitan cada día su dosis. Había veces que ni dormía, sólo esperaba a que él apareciera, con su paz y su media sonrisa escondida entre las notas de guitarra que navegaban por sus oídos.
Y es que llegaba, me miraba, me atrapaba. Las ansias de verle me superaban, y poco a poco fue marcando el ritmo a los latidos de mi corazón. Cada minúsculo, diminuto, mísero, insignificante y diminuto instante a su lado, era un huracán de emociones que me dejaba totalmente atontada. Mis rodillas se aflojaban delante de él, me sentía débil, y a la vez me sentía el ser más fuerte y valiente del mundo.
Hoy, contemplando la luna de su sonrisa, esa que cegó mi alma, puedo asegurar que mis piernas seguirán temblando cada vez que sepa que él.
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