Hacía tiempo que no indagaba en mi memoria en busca de
aquel roce. Aquella dulce fricción de nuestros labios.
Sin embargo, hace cosa de dos semanas encontré unos
diminutos barcos de papel, todos ellos garabateados con algunas palabras que en
apariencia podrían resultar carentes de sentido. Pero no sólo sí lo tenían -y
aún lo tienen- sino que además los barquitos pesan, y no por el papel o por la
tinta con la que están trazadas las palabras, sino por todos los sentimientos
que viajaban de polizones. Tienen el tamaño suficiente para navegar sobre la
yema de los dedos, y sin embargo su capacidad es inmensa.
Cierto es que creía que habían zarpado hacía tiempo,
pero al parecer seguían amarrados al muelle. No tenían a nadie que les
capitaneara rumbo a su destino, y la cautela les impidió hacerse a la mar.
Les miro con ternura y acabo por subir a bordo de uno de
ellos, el más pequeño de todos. Me paseo por la cubierta, por el camarote del
capitán y por la bodega. Sus paredes blancas están llenas de trazos negros y
firmes. Vuelvo a cubierta y trepo hasta el nido del cuervo, desde donde
contemplo mi flota de papel. Me doy cuenta de que las velas del mayor de todos
están ajadas. Regreso al muelle y me dirijo hacia el otro barco. El mascarón de
proa, una náyade, llora, pero sin embargo en su mirada brilla la rabia. Rozo el
bauprés con la punta de los dedos y escucho el eco del llanto de la náyade.
Subo a bordo, y me encuentro con un desorden desconcertante. Hay cabos sueltos
por todas partes y mercancías desperdigadas por doquier. La trampilla de la
bodega está abierta, invitándome a pasar. Acepto la invitación, y el panorama
es bastante más desolador que el de allá arriba: está todo vacío. No hay nada,
a excepción de tinta negra y emborronada en las paredes. Acaricio uno de los
pocos trazos que no están difuminados, y el barco entero se estremece, el papel
se queja como si de viejos tablones de madera se tratase. Sigo ese trazo con la
mirada, leyendo palabras que hablan de dolor, de orgullo, de olvido, de
recuerdos imborrables, de miedo, de rabia… y de añoranza. Toneladas de ella.
Parece que son las únicas palabras que siguen en pie. Es como si la tinta se
hubiera ido, como si le hubiera caído agua encima, y la forma de los borrones
recuerda a las gotas de agua al caer sobre una superficie seca. ¿Goteras, tal
vez?
Fuera lo que fuera, se lo lleva una carcajada al
cruzarse por mi mente. Esa manera de reír tan… sarcástica, y a la vez tan
dulce.
Sacudo la cabeza y me dirijo, de nuevo, al muelle. Busco
una posición que me permita ver mi flota al completo, y me planto frente a
ellos con firmeza. El viento sopla y trae hasta mis oídos sus palabras: me
piden que les lleve a aquel lugar. Quieren levar el ancla, extender las velas y
entregarme su timón. Quieren que les conduzca a un puerto que ya me es
conocido, del que les he hablado cientos de veces, sobre el cuál he escrito en
ellos y en el que nunca han echado el ancla. Incluso el grande, a pesar de su
evidente mal estado, se empeña en navegar. Me detengo a pensar un instante:
junto a este puerto, está su astillero, el lugar en el que fueron hechos. No
son objetos de colección, tenían una misión, tenían que haber llegado a aquel
puerto hacía mucho, pero su capitana les abandonó. Les miro y asiento, dándoles
permiso para navegar.
Automáticamente, se desencadena ante mis ojos una
perfecta coreografía de aparejos y velas que ocupan sus puestos con una
perfección milimétrica. Subo al pequeño, él liderará la flota rumbo a nuestro
destino.
‘Cause you know I’d walk a
thousand miles if I could just see you tonight.
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