lunes, 9 de diciembre de 2013

Huecos rebosantes de nada.



Ayer, divagando sobre la felicidad, me dio por echar la vista un par de años atrás. Por un momento, creí encontrar un instante en el que puedo poner la mano en el fuego y no quemarme al decir que gocé de la felicidad en su totalidad. Sentí que el mundo, por unos minutos, estaba en calma. Esa conocida sensación de que el tiempo se detiene y no existe nada que escape de tu espacio vital.
E igual que sonreí y suspiré emocionada, tomé una larga bocanada de aire al experimentar un terrible ahogo cuando me di cuenta de que, posiblemente, uno de los recuerdos más felices que guardo  forma parte del motivo por el que más he sufrido hasta la fecha por una persona. Tal vez lo que más hiere mi orgullo sea ese “por una persona”.
Y tal vez, y creo que me jugaría el cuello a que sí, ese “por una persona” fue lo que apretó el gatillo y desencadenó en cambio más brutal que he experimentado a nivel emocional. Aunque quizá fuera un cambio propio de la adolescencia y toda esa historia de forjar nuestra mentalidad adulta, madura y responsable.
Pasé de ser la persona más cariñosa y mimosa que te puedas echar a la cara, a una muchacha para llegar hasta la cual has de derribar el muro de hielo más grueso y alto que pueda nadie imaginar.
“No seré jamás una esposa más o una buena hija.”
La causa no es otra que el hecho de que me llenaste. Me llenaste de vacío. De vacío repleto de huecos rebosantes de nada. Amueblaste las cavidades con huecos y no dejaste espacio para nada que no fuera eco y pavor. Quisiste protegerme y lo hiciste encerrando una parte de mí en un cofre, envuelto en cadenas y con candados. Candados cuya llave arrojaste quién sabe dónde.
Me quitaste una parte esencial de mí. Algo con lo que, seguramente, no estaría en este punto del camino. Algo con lo que posiblemente jamás hubiera cuestionado el camino hacia la felicidad a través de las emociones y vivencias que pueda proporcionarte alguien que no sea yo misma. Y no sé si eso es sublime, malo, bueno o peor.
Hubiera jurado que logré encontrar algunas de esas llaves, como también juraría que otras tantas te las llevaste tú y te las quedaste. Algo en mi interior me empuja a pensar que lo hiciste por crueldad, porque querías que, de algún modo u otro, no me quedara más remedio que volver a ti para poder estar completa de nuevo.
Pero, dime, ¿qué ganaste con ello? Lo cierto es que no sé quién de los dos perdió más con esto. Yo perdí una pieza del puzle que soy y tú te ganaste que yo me vaya a pasar gran parte de mi vida maldiciéndote. Me volviste una grandísima cabrona. Me convertiste en una persona con escasos remordimientos y una empatía prácticamente inexistente. Creaste algo capaz de hacerte daño a unos niveles que solo tú y yo conocemos, y lo creaste predispuesto a lanzar todo su potencial contra ti. Dudo que te plantearas siquiera las posibles consecuencias de todos y cada uno de tus actos.
Sin embargo, a pesar de los ríos de tinta y rabia que te escupiría en la cara, sé –sabemos- que ganaste la batalla. Y, efectivamente, creo que estoy aquí, escribiendo párrafo tras párrafo con una conexión y coherencia dudosas, por ti. Por tu culpa. Por el silencio del eco de tus pasos. Por la brevedad del golpe y el eterno gotear de la sangre en el suelo.
Reniego de aceptar la derrota por haber perdido la batalla. Simplemente trato de encontrarle algún tipo de sentido a toda esta maraña de pensamientos. Quisiera saber por qué a veces te echo de menos y un segundo después fantaseo contigo sufriendo físicamente todo el dolor que me infligiste emocionalmente. Imagino el sonido de tus huesos quebrándose, la forma en que tus costillas rotas atravesarían tus órganos vitales, ese dolor insufrible de una muerte lenta y agónica. Y ojalá sobrevivieras solo para poder decirte “¿Y ahora qué?” y que te encontraras tan solo y perdido como yo lo estuve y aún a veces sigo estándolo.
Maldigo el momento en  que condicioné mi felicidad al azaroso comportamiento de otro ser humano. Maldigo el momento en que me pregunté si había hecho lo correcto con todo aquello y no lo negué con rotundidad.
Al fin y al cabo, todos buscamos y necesitamos el calor de otros para sentirnos completos o, al menos, algo más enteros. Y ese calor, no es algo físico.

sábado, 7 de diciembre de 2013

Me preguntó, miles de veces, cómo ser feliz.

    A veces, hubiera deseado no existir, o al menos no estar en ese momento o ese lugar. Sobre todo cuando me preguntó si era feliz. "¿Eres feliz?".

    Qué pregunta tan descabellada. ¡Que si soy feliz! Pues claro que... Claro que... ¿Claro que qué? ¿Soy feliz? ¿Por qué? ¿Qué es ser feliz? ¿Qué es la felicidad, en sí?
    Hay qué joderse... ¡Menuda pregunta! En aparencia es algo tan sencillo que no te das cuenta de que responder sin dudar siquiera un instante sería mentirte a ti y mentirles a ellos.
    Nadie es feliz, dejáos de pamplinas. No os creáis ese tipo de sandeces de "Lo tengo todo para ser feliz". Falacias. A todos nos falta algo, aunque tengamos el mejor empleo, la mejor casa, el mejor coche, la mejor pareja, la mejor familia, los mejores amigos y el mejor unicornio volador. Si te paras a pensar, te das cuenta de que hay algo que nos falta, hay una carencia, por nimia e insignificante que sea. Eso quiere decir que no lo tienes todo. Eso quiere decir que te has estado engañando cuando decías que lo tenías todo. Entonces... ¿Ya no somos felices? Siempre nos va a faltar algo... ¿Nunca podremos ser felices?

    "¿Eres feliz?". Pero, ¿cuánto? ¿Cómo de feliz quieres saber si soy o no? ¿Cuánta felicidad quieres saber si hay en mi vida? ¿Te refieres a la felicidad plena y absoluta? En ese caso, volvamos al párrafo anterior: no. Jamás seré, serás, serán, seréis ni seremos plena y absolutamente felices. Es imposible. Al margen de cualquier bien material... ¿Qué hay de las carencias emocionales? Siempre podrían querernos un poco más, o querer nosotros un poco más. Pero no es de eso de lo que quiero hablar. ¿Qué pasa con las necesidades humanas, con los principios y valores de cada persona?

    Libertad. Justicia. Igualdad. Seguridad. Felicidad. Deberían coexistir, pero no. ¿No? ¿Por qué no? Porque la libertad plena y absoluta de uno, chocaría con la de otro y, en consecuencia, supondría la privación total o parcial de la misma. Y eso... Eso es egoísmo. ¿La felicidad es egoísta? Quizá sí, ¿mas puede alguien ser eternamente feliz sabiendo que, de algún modo, su felicidad ha condicionado que otra persona no pueda gozar de ese regalo? Estúpida y sensual conciencia.

    Maldita Justicia y maldita Igualdad. Sin ambas no podemos ser felices, pero las dos no pueden canturrear al unísono. Justicia es dar a cada uno lo que le corresponde o pertenece. Igualdad es dar a todos lo mismo, al margen de que lo merezcan, les corresponda o no. Si somos justos, no todos merecen lo mismo, pero debemos procurar un reparto igualitario, lo cual no sería justo, ¿o sí?
    Seguridad, claro. Necesitamos seguridad pues nadie podría vivir en una sociedad o en un mundo peligroso. ¿Quién demonios podría ser feliz si vive con miedo? Miedo a que los demás utilicen su libertad para coartar la nuestra, para restringirnos la justicia y la igualdad y, en consecuencia, para evitar que seamos felices.
    Miedo... Es el miedo lo que nos hace cobardes, pero también lo que nos convierte en serer agresivos, codiciosos y egoístas. Es el miedo lo que marca la diferencia entre seres celestiales, serenos, puros y perfectos y el ser humano. Es el miedo lo que no nos deja ser felices.

    ¿Pero cómo puede alguien no tener miedo viviendo en un mundo en el cual la libertad, la justicia, la igualdad y la seguridad no son más que utopías?


    "¿Como puedo ser feliz?". Ni siquiera me dejó responder a la primera pregunta cuando quebró el silencio del aire y la barahúnda de mi cabeza con esta pregunta. ¿De qué me hablas? Ni siquiera he sido capaz de responder si soy feliz, ¿cómo narices pretendes que te diga cómo alcanzar algo que dudo que no sea más que una ilusión? Qué digo una ilusión... ¡Un cuento! La felicidad no existe, ¡son los padres!

    Clavé mis pupilas en las suyas, tratando de aparentar entereza a pesar de que me estuviera agrietando por dentro. Diablos. Contente. No te desmorones.

    Entonces sonreí. El motivo es insignificante: una canción, una persona, la jarra de cerveza que la camarera puso en la barra. Tanto da. Lo importante es el hecho: sonreí. ¿Pero cómo, o, mejor dicho, por qué? No soy feliz, ¿por qué una persona que no es feliz sonríe?

    En ese instante, hallé la respuesta a su primera pregunta. "Sí", afirmé, rotundamente. "Soy feliz". Mi interlocutor (o interlocutora, aunque el género de esa persona, poco importa en todo este asunto) dijo "Has dudado". Confirmé la obviedad. Esta persona no había preguntado si soy totalmente feliz. Y claro que no soy totalmente feliz, pero sí soy, al menos, "un poco" feliz. ¿Por qué? Si no tuviera motivos para serlo, no hubiera sonreído de esa manera tan involuntaria y sincera.

    Cualquiera es mínimamente feliz porque cualquiera tiene un motivo, por diminuto que sea. El grado de felicidad no importa. Lo verdaderamente importante es saber sacar algo bueno de ella, disfrutarla y compartirla con los demás.

    "¿Y cómo se puede ser feliz?", insistió. "¿Qué más da? Lo soy, y punto", respondí.

Me preguntó, miles de veces, cómo ser feliz. Nunca supe contestar. 



Mención especial a John Doe, el cual, la última línea, inspiró todo el texto.