domingo, 9 de diciembre de 2012

Insensibilidad

De esto que tus días están sumidos en una neblina que descarga llovizna sobre tus párpados. Y esas microscópicas gotas, terriblemente frías, entumecen tu piel. Y esta se enrojece, la sangre lucha porque la temperatura no disminuya...
Pero cuando llevas un buen rato expuesto a la bruma, al frío, a la ausencia de Sol, apenas notas el frío, ni el calor... Sólo son vagas imágenes, recuerdos lejanos. 
Empiezas a temblar, tanto que te castañetean los dientes. Y el hielo se apodera de tu cuerpo. Pierdes la noción del tiempo, no sabes cuánto llevas ahí sentada, a la intemperie, sin nada que te sirva de abrigo. 
No habrá nada que te saque de ese entumecimiento. Nada, salvo un buen fuego encendido en un cuarto acogedor, un butacón y una manta junto a la chimenea y una bebida caliente. Y poco a poco volverás a ser capaz de sentir algo que no sea frío... y miedo.

sábado, 1 de diciembre de 2012

Días grises y columpios de madera.

¿Nunca te has despertado una mañana y has sentido como si el mundo fuera... gris? Como si estuvieras atrapada en el vaivén de un columpio de madera colgado de la rama de un árbol centenario, una rama quejumbrosa que quiere ceder y aún sostiene el zarandeo del columpio. Y no sabes ni cómo ni por qué, pero aún no te has caído al suelo.
No te asusta que el suelo esté embarrado porque lleva horas cayendo agua sin parar. No temes caerte. Te da miedo saber que la caída es inminente, pero que llegará cuando menos te lo esperes, cuando bajes la guardia...
Y no sólo no habrá nadie allí para evitar que te estrelles contra el suelo, sino que no habrá nadie para ayudarte a ponerte de pie después.
Prevés que el golpe hará que tu espalda se resienta y que el calambrazo de dolor recorrerá todo tu cuerpo. Que hará eco en cada una de tus articulaciones y que el frío, el barro y el agua te dejarán inmóvil en el suelo. Que no serán las lágrimas las que dibujen líneas negras de maquillaje en tus mejillas, que por fuera estarás entera, de una sola pieza. 
Sin embargo, también sabes que por dentro estarás totalmente hecha pedazos. Pedazos plagados de grietas y a punto de fragmentarse en trozos más pequeños, más afilados, más cortantes.
Más que el hecho de caerte, lo que te duele, lo que te hace daño, lo que te rompe es que no vaya a haber nadie que te ofrezca su mano para ponerte en pie. Si hay alguien, se reirá de ti por llevar horas columpiándote colgada de una rama que estaba claro que se iba a romper. Se mofará sin ni siquiera acercarse a preguntarte por qué lo hiciste, por qué confiaste en una rama que aunque fuera robusta no paraba de sonar. 
Lo que esa persona no sabe es que estuve ahí porque quise, porque quería saber hasta dónde podía llegar, porque me divertía... Pero que cuando la rama empezó a crujir no la escuché. Que la oí, la oí perfectamente, pero pensaba que no llegaría a romperse. Que me obcequé en creer que no pasaría nada, que me empeñé en que no tenía por qué bajarme porque la rama no se iba a romper y el columpio y yo no nos íbamos a caer al suelo.
Ahora me encuentro a medio camino entre una rama rota, un columpio descolgado y un charco de barro. Y tengo la sensación de que la lluvia me empuja hacia abajo, para que caiga con más fuerza, para que el golpe duela más, para que las secuelas sean mayores. Y no me importa. O sí.
No lo sé. No sé nada. Porque hoy es un día gris. Un día gris, vacío y helado. Un día en el que mis emociones han entrado en letargo y no quiero despertarlas. A veces no sentir nada ayuda, a veces ser de hielo es lo mejor, al menos durante un tiempo. ¿Qué pasará cuando el muro de hielo se derrumbe? Prefiero no pensarlo.

viernes, 9 de noviembre de 2012

Cambio imágenes por palabras.












    La entrada de hoy es mucho más diferente de lo que suele ser. Es más, es posible que para muchos carezca de coherencia alguna. Incluso yo dudo que la tenga... Pero mi estado de ánimo me impide escribir y me suplica que deje salir lo que siento.
    Dado que las palabras se agarrotan en mis manos y se niegan a dejarse caer en una hoja de papel o en esta entrada, he decidido recurrir a una selección de imágenes que espero sean suficientes para decir algo de lo que siento ahora mismo.
      Estoy decepcionada con mi orgullo. No pensé que fueras tan fuerte, cabronazo.

jueves, 1 de noviembre de 2012

¿A qué saben...

... las lágrimas?
A dolor. O a orgullo. A pérdida. A despedida. A ser demasiado débil, o a ser demasiado fuerte. A ser demasiado sensible, o a ser demasiado hierático y perderlo todo.
Pero también a alegría. Y a reencuentro. A risas. A felicidad de la buena. A Amor, con "A" mayúscula. 
Las lágrimas también saben a "Lo logré". Y a "Has vuelto". Y a "Te quiero". 
Las lágrimas saben a querer. Siempre saben a querer.

¿Y las sonrisas? ¿A qué saben las sonrisas?
Pues a emociones. A recuerdos alegres. A deseos cumplidos. A sueños hechos realidad. A logros conseguidos. Y a risas y Amor, como las lágrimas.
Y además pueden saber a ironía. A "Te voy a matar". A "Me río por no llorar". A cinismo. A "No puedo creer que esté pasando esto".
Las sonrisas saben a querer. Igual que las lágrimas.

Y después de saber esto... ¿Es oro todo lo que reluce? ¿Son las lágrimas siembre amargas y las sonrisas siempre dulces? 
Las apariencias engañan... ¿O no?

domingo, 28 de octubre de 2012

Cartas a ninguna parte.

      He decidido volver a mandar cartas. Pero de las bonitas, de las de verdad. De las que echas en los buzones amarillos de correos, esos que cuando éramos pequeños creíamos que eran... ¿mágicos?

      Pues claro que lo creíamos. Al menos yo. ¿Porque cómo era posible que echases una carta ahí dentro y a los pocos días la tuviese en su buzón la persona cuyo nombre escribiste en el sobre? O a lo mejor no era magia exactamente... 

      Yo recuerdo que pensaba que debajo de los buzones estaban las entradas de las madrigueras de los conejos, y que un conejo blanco con un traje de rayas blancas y azules cogía las cartas y las llevaba a través de los túneles. De hecho, siempre que iba a echar cartas al buzón me empeñaba en intentar echarles una zanahoria dentro para los conejos.

      Pero la magia y las historias que creemos de pequeños siempre se acaban desvaneciendo. El asunto de los conejos carteros se fue al traste cuando vi a un empleado de Correos recogiendo un enorme saco del interior de uno de esos buzones amarillos. Recuerdo que me acerqué a ver si veía algún conejo, y evidentemente no lo encontré. Me sentí tremendamente decepcionada. Era como si me hubiesen estado mintiendo durante años, aunque en realidad esa historia me la inventé yo.

      Volviendo al tema que nos atañe, he vuelto a llenar unos cuantos folios de tinta con forma de anécdotas, pensamientos, preguntas y todas esas cosas que se escriben en las cartas. Y no me decido a cerrar el sobre, porque tengo la sensación de que falta algo y de que sobran otras cosas. Y tampoco me decido a poner el sello y el destinatario y echarla al buzón amarillo, porque temo que nadie responda mi carta. 

      Yo reconozco que me hace ilusión escribir y enviar cartas, pero me ilusiona mucho más recibirlas. Más aún cuando están escritas a mano, porque en la forma, la precisión y la fuerza de los trazos están implícitas las emociones de la persona que te escribe. Más aún que en sus palabras. Sabes si lo escribió de manera rápida y desinteresada, si se esmeró en que la caligrafía fuera perfecta o si le emocionaba tanto el tema que estaba tratando en ese momento que ejerció especial presión con el bolígrafo en algunas frases o palabras.

      La mayoría de las personas dicen que los ojos son el espejo del alma. Yo discrepo. Una mirada puede aprender a mentirte, una carta escrita del puño y letra de alguien, jamás. Las cartas son siempre sinceras, porque aunque las palabras que estén escritas en ellas no lo sean, los detalles que mencioné antes las delatan.

      Creo que finalmente cerraré el sobre, pondré el sello y el destinatario e iré a echarla al buzón. Me gusta pensar que recibiré una carta de vuelta, o que al menos la otra persona la recibirá y sabrá que me he acortado de ella. 

      ¿Y qué manera más especial hay de decirle a alguien que piensas en él, que escribiéndole una carta?

lunes, 8 de octubre de 2012

Mordiscos de fuego.


La memoria de una persona es la única que puede hundirle en la más absoluta tristeza, o darle alas a su sonrisa. Ella, y todos los recuerdos que esconde en sus entrañas, todas esas imágenes que deja aflorar de vez en cuando y que nos arrancan una mueca de dolor, un suspiro melancólico, una carcajada irónica, hacen que sus ojos brillen de pura alegría o que se inunden en amargas lágrimas.
De ellos depende el porvenir, pues no son más que hechos pasados que dan lugar a un presente y un futuro.
Los recuerdos nos dan vida y nos hacen crecer, al igual que el fuego alimenta las llamas de una hoguera.
Los recuerdos nos consumen, tal y como el fuego devora la leña seca de una chimenea en pleno invierno.