sábado, 19 de marzo de 2011

Sueños...

No me sorprende estar aquí de nuevo. No es la primera vez que vengo a parar a este lugar.
Estoy en la misma balsa destartalada de siempre, con el mismo precario mástil y la misma vela remendada hasta la saciedad. Mi rudimentaria embarcación navega sobre el mismo mar tranquilo de siempre, con la misma superficie ondulante de siempre. Me ciega el mismo Sol resplandeciente de siempre, sin el calor que nunca da esa luz. No cambia nada, pero… siempre que llego a aquella isla, algo nuevo sucede. ¿Qué me depara la suerte esta vez?
Haré memoria:
La primera vez acabé en una amplia bahía. A un lado de esta, había unos acantilados con rocas redondeadas por la erosión constante de las olas. Entre dos rocas, había una obertura por la que pasé a una especie de poblado repleto de música. Allí la música retumbaba en cada recoveco. Sí, retumbaba, no sonaba. Puede parecer maravilloso estar rodeado de música, de melodías, de letras de canciones… Pero cuando todas suenan a la vez y en completa discordia, lo único que parece es que la cabeza te va a estallar.

La segunda vez, en vez de acercarme a aquellas rocas, me adentré en el bosque verde que se extendía delante de mí, que separaba una caribeña playa de un mundo lleno de vida y de vegetación. Caminando, llegué hasta un sauce, y me senté a sus pies, sobre las gruesas raíces que sobresalían de la tierra. Recuerdo con claridad la bella cortina que formaban sus ramas y cómo me aislaban de la mirada de cualquiera que no estuviera a unos dos metros de mí. El olor a vida era asombroso. La humedad no era excesiva, y el calor no era sofocante. Se estaba bien allí. Sin previo aviso, un lobo irrumpió en la tranquilidad del sauce. Su pelaje negro y sus ojos de ébano podrían parecer peligrosos en combinación con su lustrosa dentadura, pero había algo en la mirada de aquél animal que me inspiraba una paz infinita. Movió la cabeza, señalando algo detrás de sí, al otro lado de la cortina del sauce. Echó a andar y yo le seguí.
 
Me llevó por lugares sin senderos definidos, llenos de helechos, troncos caídos y miles de dificultades que me hicieron caer en alguna vez. Cuando eso sucedía, él, que se mantenía siempre a una distancia prudencial de 5 metros o más de mí, paraba, me miraba con paciencia, esperaba a que me pusiera en pie y sacudiera la tierra de mis pantalones y luego reanudaba la marcha. Finalmente, llegamos a un lugar con helechos altísimos, que no permitían ver qué había detrás. El lobo se giró y me miró, con aquella mirada tan oscura, dulce y serena. Seguidamente, se dirigió a los helechos y desapareció entre ellos.
-¡Espera! –le grité. Me daba… miedo, que desapareciera, que me dejara sola, sin su silenciosa compañía.

Le seguí de nuevo, apartando los helechos con las manos e intentando no tropezar con cualquier obstáculo que pudiera haber en el suelo. Al otro lado de aquella muralla de plantas, me maravillé con la visión de una laguna de aguas puras y cristalinas, y, en su centro, un drago en un islote que tenía el ancho justo para guardar el ancho del tronco del árbol. Me acerqué a la orilla del agua y vi a través de su superficie unos guijarros en el fondo, sin aristas cortantes, perfectamente redondeados por la acción del agua durante años. La laguna se alimentaba de un riachuelo con algunos rápidos y de una cascada que caída de una pared vertical de piedra con algunos líquenes y musgos.
 
Los pájaros trinaban con alegría y armoniosamente. El sonido del agua en movimiento acompañaba su dulce canción. Aquel lugar era maravilloso.
El lobo caminaba por la orilla del gran estanque, y estaba junto a la cascada. Me miró de nuevo y después desapareció tras la cortina acuosa. Corrí hacia allí y vi que, detrás del agua, había una pequeña cueva en la roca. El majestuoso animal estaba sentado sobre sus cuartos traseros, y con un suave movimiento de cabeza me dio permiso para sentarme a su lado. Así hice. Él se tumbó a mi lado y me dejó acariciar su cuello. Hundí mis dedos en su oscuro pelaje y estuvimos así un buen rato. 

Entonces, él se irguió de nuevo y salió de allí. Me asomé al exterior de la cueva para ver a donde se dirigía. Él se dio la vuelta y creo que le vi… sonreír.
 
Aquella vez, terminó el sueño, con esa sonrisa lobuna.
 
La noche siguiente, desperté a los pies del sauce. Esperé a que el lobo llegara, pero no apareció. Mi angustia crecía. ¿Se habría olvidado de mí? ¿O es que quizás no quería verme más? Después de darle vueltas durante un buen rato. Me levanté y fui en su busca. Creo que me perdí: no reconocía nada de lo que me rodeaba, todo me sonaba, pero no era suficiente para saber si estaba lejos o cerca de la laguna.
 
Ya había desistido, me di por perdida. Me senté con la espalda apoyada en un tronco caído y enterré mi cara en las rodillas. De repente. Sentí el hocico de algún animal en mi cuello, olisqueándome. Me asusté, no sabía a qué tipo de animal me tendría que enfrentar. Alcé la mirada temerosa y lo vi: mi lobo. Él volvió a sonreír y me dio un lametón en la cara. Le acaricié detrás de las orejas y me levanté. Me guió hacia la laguna, y, esta vez, me tiré al agua a nadar. Mis vaqueros piratas y mi blusa se mojaban, pero me daba igual. Aquellas aguas eran revitalizantes, me daban energía y me infundían optimismo. Mi compañero lobuno me observaba recostado en el islote, bajo la sombra del drago.
 
Una vez me hube hartado de nadar, salí, chorreando y escurriendo mi ropa. El lobo se levantó, y correteó a mi alrededor, como un perro que quiere jugar. Unas gotas de agua le cayeron en el hocico y retrocedió. Luego se zambulló en el agua y volvió a salir, con la lengua fuera y con lo que parecía una sonrisa. Se sacudió a mi lado. Era como si quisiera acompañarme mientras yo también me secara al sol.
 
Después, secos ya los dos, se levantó, mordió mi blusa y tiró un poco de mí. Me dio a entender que me levantara. Rodeó el árbol y me enseñó un dibujo rayado en su corteza. ¿Era un símbolo de la paz? Nunca entendí el significado de aquello. ¿Qué hacía aquél dibujo allí y qué significaba?
 
Desperté repentinamente. Ni siquiera me había despedido de él. Me sentía frustrada.
 
La siguiente noche, aparecí en la playa, junto a la destartalada barca del primer día. El lobo me esperaba a la sombra de una palmera. Lo acaricié y me llevó a pasear por la playa. Nos acercábamos a las rocas, y me paré en seco: no me gustaba ese lugar, mi experiencia del primer día no resultó agradable. Él se puso detrás de mí y me empujó, me incitó a que siguiera andando. Pero no se dirigió hacia la grieta de las rocas, sino hacia lo alto del acantilado.

Desde allí contemplé la puesta de Sol más hermosa que pudiera imaginarse. El cielo se desteñía en tonos anaranjados y morados. El Sol era una gran esfera roja que se escondía progresivamente en el horizonte. Algunas gaviotas ponían banda sonora al momento. Y poco a poco, las estrellas y la luna brillaban en el oscuro cielo nocturno. Luna llena, perfecta.
El lobo apoyó su cabeza sobre mis piernas. Acaricié sus patas, sus orejas, y su cuello. Pero una nota de tristeza se dibujaba en la luna que se reflejaba en sus bellos ojos. Esta noche no sonreía. Se levantó y le aulló a la luna, con un canto lastimero y melancólico.
 
Desperté con la triste expresión de mi amigo. Me preocupaba. Había algo en el que se asemejaba con alguien a quien conozco en la realidad… y el hecho de que estuviera triste me inquietaba, porque podría significar que la persona real también estaba mal.
 
Esta ultima vez, aparecí a merced de la corriente, pero navegando a la misma isla de siempre. Ya la veía en el horizonte, veía la isla, el acantilado, el profundo y frondoso bosque verde, rebosante de vida, y el acantilado, coronado con mi negro lobo.
 
Desembarqué en la orilla de la playa y corrí hacia el acantilado, pero, al llegar, ni rastro del lobo. ¿Dónde estaba? Le acababa de ver… o eso creía. Le busqué por todas partes y no di con él. Exhausta, me detuve en el islote del drago, en el centro de la laguna. Miré el símbolo de la paz que estaba tatuado en la corteza del árbol. ¿Dónde estaba el lobo?

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